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DE LAS AGRESIONES. (2º Premio)





En una ocasión, abandoné un cuento. En él describía como moría el padre de una protagonista y ese mismo día murió mi padre. Me sentí culpable, como si mi pluma fuese el catalizador de la tragedia y nunca más pude recuperar ese texto. Qué sin embargo recuerdo como de los mejores que he escrito. El proceso creativo está lleno de estas casualidades y os aseguro que llegan a doler.


Hoy me he levantado con esta noticia:


http://m.20minutos.es/noticia/2720708/0/detenida-mujer-por-amenazar-muerte-retener-su-despacho-trabajadora-social/


Hace unas semanas me comunicaron que mi cuento "Siempre hay salida" fué galardonado con el segundo premio de relato breve del Congreso Internacional de la Rioja. Se ambienta en Gijón. (Misma ciudad que la noticia) e incluso aparece ese mismo botón blanco.


Realmente lo reservaba para que saliese publicado en mi próximo libro. Pero siento la necesidad de compartirlo con vosotros, son experiencias traumáticas que nos marcan indeleblemente.


Me despido dando ánimos a nuestra compi. Calculo que habrá sido una noche dura.

-SIEMPRE HAY SALIDA-

Su rostro, desfigurado por las adicciones y curtido por las noches a la intemperie, se estrelló contra el cristal. Bufidos de cólera se estamparon contra el vidrio, dejando gotas de saliva que, lentamente, se deslizaron trazando surcos que dibujaban laberintos de desesperación.


Su mirada se clavó en mi rostro, mientras yo desviaba la mía hacia otro lado y deslizaba la mano para tocar ese botón blanco. Él se percató y, dejando escapar la rabia contenida, estrelló sus dos manos contra la barrera blindada haciendo retumbar la pequeña estancia con golpes contundentes que vibraban al compás de su rabia.


Sonó el teléfono y le sostuve el órdago a la grande.” Vete y aquí no ha pasado nada” quise transmitirle relajando el gesto y quitándome las gafas.

Volvió a replicar insistente el teléfono cuando separó su cuerpo del mostrador, aulló de rabia y, a continuación, alzó a pulso una silla para acabar estrellándola contra la pared en la que había colgado un cartel, ese que asegura que, pese a todas las adversidades, hay salida.


Sonó de nuevo el teléfono, y sin otra silla que lanzar ni más carteles que tirar, volvió a emprender una carga furiosa hacia mi escudo transparente, contra el que se empotró, dibujando, comprimido, todo su perfil. Con la fuerza de una bestia, estampó insultos que terminaron convertidos en nubes de vaho que rápidamente se esfumaban de mi visión.


Finalmente el teléfono dejo de sonar y se hizo un incomodo silencio. Se tiró de los pelos y se puso a llorar mientras yo insistía con la mirada, “vete ahora”.


Abrió la puerta. Una ráfaga de viento helado, acompañado de una fuerte lluvia, la impulsó aún con más fuerza, por lo que terminó estrellándose con estrépito para volver a cerrarse con extrema brusquedad. Cuando se perdió en la tormenta, sentí el alivio primitivo de quien, sabiéndose presa, pierde de vista al cazador.


Criterios metodológicos, normas municipales, decisiones técnicas, me habían arrastrado hasta esa decisión. Su tiempo de estancia había concluido. Daban igual los avisos, daba igual la negociación, daba igual todo el elenco de alternativas. O encuentras tu rumbo en esta espiral de calle, drogas y alcohol, o la cama se aprovechará para otro que tenga una brújula mejor.

Terminó la jornada y fui yo el que salí. El mismo cambio brusco de presión fue el que arrojó con fuerza la puerta contra la pared, haciendo vibrar las bisagras y revolviendo el papeleo acumulado a lo largo del día. Miré cansado el desorden y decidí que mañana lo arreglaría. Sentía la tensión del momento, el pulso errante y la angustia en el pecho.


Bajo las ráfagas de lluvia me calcé la parca verde, una gruesa y pesada que, por gorda y cálida, era mi preferida para esos días de tempestad en una ciudad del norte con costa. Inicié el solitario camino de vuelta por las grises calles. Aprovechando los tejados, fui resguardándome de la perenne cortina de agua mientras observaba que las farolas, de un amarillo apagado, lanzaban nubes a la oscura noche. Fue una de esas farolas la que, con su luz, delató una figura furtiva escondida en un portal. Sentí el miedo ancestral de la presa, que tras huir del cazador, teme volvérselo a encontrar, por lo que simplemente cambié de acera. Era una pareja joven, achuchándose en la intimidad del portal, mi temida figura furtiva. Me reí de mi paranoia y, ajustándome la capucha, giré la siguiente esquina dispuesto a atajar por donde más rápido me era llegar.


Otra persona, tapada, encorvada, cabizbaja bajo la lluvia, venía en dirección contraria. Pensé que era otro compañero sufriendo las inclemencias del tiempo. Levanté la vista del suelo y le miré a la cara. Pude entonces ver el rostro delgado, perfilado hasta el extremo, abalanzándose contra mi cuerpo. El instinto de preservación, quizás los quince años de karate, o tal vez solo la buena suerte, hicieron que la envestida terminase en un giro en dirección al sentido de las agujas del reloj, y mi agresor acabara estrellado contra un canalón, por el cual se fue deslizando como una araña arrastrada por la corriente de agua, hasta dar con su cuerpo en el suelo.


La debilidad, el ansia, la impotencia por haber visto su ataque frustrado, se transformaron en un gimoteo, acompañado de llantos y gorgojeos, mientras se retorcía bajo el manantial que expulsaba el canalón. Le dolía algo. Se agarraba la barriga mientras de la nariz brotaba un hilo de sangre roja que finalmente se deslizaba por el torrente hasta el alcantarillado.


Asustado me fui, volviendo la vista atrás, quizás por ese instinto básico de quien se siente presa. Giré erráticamente por las estrechas calles, asegurándome en cada esquina que mi depredador no me seguía, no fuese a descubrir la ubicación de mi madriguera.


Al día siguiente salió el sol. La tempestad se fue como llegó. Aún preso del temor, de las dudas, y con el teléfono en mano dispuesto a tramitar la denuncia, incluso antes de ordenar esos papeles, su rostro apareció de nuevo ante mi cristal. Toqué instintivamente el botón, ese blanco bajo el mostrador. El se dio cuenta, pero no se alarmó. Simplemente se sentó en la silla, miró el cartel, ese que afirma que pese a todo, siempre hay salida, y sin emociones se sentó a esperar en silencio mientras sonaba el teléfono.


Finalmente el aparato calló, se hizo un silencio incómodo mientras él permanecía sentado.


Cinco largos minutos tardó en llegar la policía, que entró decidida, con la misma brusquedad que la ventisca, dispuesta a reducir al hombre de nariz hinchada. Él se limitó a darse la vuelta, poner las manos sobre la cabeza y, cuando ya estaba esposado, me miró.


­-Me merezco la denuncia, pero si aún me crees, necesito tu ayuda.


El policía se sorprendió tanto como yo. Son extrañas las brújulas que guían los caminos, los impulsos que mueven a las personas y, también, algunos criterios técnicos, pero lo importante es que siempre, pese a las adversidades, hay salida.


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